ROXANA. UNA DONA LLIURE?

Posted on nov 10, 2014

Hogarth – El contracte de matrimoni.

…le dije que tal vez yo tuviera una idea diferente del matrimonio de la que nos transmitían las costumbres más aceptadas, pues estaba convencida de que la mujer debía ser tan libre como el hombre, de que había nacido libre y de que, si pudiera administrar su asuntos, podría disfrutar de tanta libertad como los hombres; que las leyes del matrimonio, sin duda, eran muy diferentes, y la humanidad en nuestra época obraba según principios muy distintos, de modo que la mujer debía entregar todo lo que tenía y capitular para convertirse, en el mejor de los casos, en una criada de rango superior; desde el momento en que aceptaba casarse, no estaba ni mejor ni peor que los criados de los israelitas, a quienes les agujereaban las orejas, es decir, se las clavaban a la puerta, y mediante ese acto se entregaban para servir como criados toda la vida.[14] Por tanto la naturaleza misma del contrato matrimonial consistía, en suma, nada más que en cederle la propia libertad, los bienes y la autoridad al hombre, y en convertirse, para siempre sólo en una mujer, o, lo que viene a ser lo mismo, en una esclava. Él replicó que, aunque en algunos aspectos era como yo decía, no debía olvidar que, por su parte, el hombre tenía que ocuparse de todo: la responsabilidad de los negocios caía sobre sus hombros, y también el trabajo diario y la preocupación de ganarse la vida, mientras que la mujer no tenía que hacer nada, salvo disfrutar de las mieles, quedarse sentada, supervisar las cosas, dejar que la atendieran, cuidaran y amaran, y que velasen por su comodidad, sobre todo si el marido se portaba como es debido, y que, en general, la labor del hombre consiste en garantizar que su mujer pueda vivir cómoda y despreocupada; que las mujeres están sometidas sólo de boquilla, e, incluso en las familias pobres, donde tienen que ocuparse de la casa y de su aprovisionamiento, la suya sigue siendo la parte más fácil, pues, por lo general, sólo deben preocuparse de la administración, es decir, de gastar lo que ganan sus maridos, su sometimiento es sólo de nombre, porque normalmente mandan no sólo en los hombres, sino también en todo lo que tienen y se encargan también de administrarlo, y que, si el marido cumple con su obligación, la vida de las mujeres es todo comodidad y tranquilidad, y su única ocupación consiste en estar cómoda y asegurarse de que todos los que la rodean también lo estén. Le respondí que, mientras una mujer seguía soltera, era como un hombre en su capacidad política, gozaba del control absoluto de sus bienes y de la entera dirección de sus actos, era como un hombre a todos los efectos y nadie la controlaba, porque nada debía, ni estaba sometida a ninguno, y le canté esta coplilla al señor… ¡Oh! bendita independencia, no hay amante más dulce que la Libertad. Añadí que, si una mujer tenía una fortuna y estaba dispuesta a entregarla para convertirse en la esclava de un gran hombre, es que estaba loca y merecía acabar convertida en mendiga; y que, en mi opinión, una mujer podía administrar tan bien sus propiedades sin la ayuda de un hombre como un hombre sin la ayuda de una mujer; y que, si le venía en gana, tenía tanto derecho a mantener a su amante como un hombre a mantener a la suya; que, mientras fuese soltera, sería independiente, y que cualquiera que renunciara a eso merecía acabar hundida en la miseria. Lo único que acertó a decir es que sólo podía responder a tan contundente argumento afirmando que aquél era el método por el que se regía el mundo, que tenía razones para contentarse con lo mismo que se contentaban todos, que era de la opinión de que el afecto sincero entre un hombre y su mujer respondía a todas las objeciones que le había hecho acerca de ser una esclava, una criada y otras cosas parecidas, y que, donde había amor mutuo, no podía haber sometimiento, sino sólo un mismo interés, un objetivo y un designio que se concertaban para lograr que ambos cónyuges fuesen felices. -Sí -respondí-, de eso mismo es de lo que me quejo: con la excusa del afecto se despoja a la mujer de todo lo que podría considerarse suyo, y ya no puede tener otro interés, otro objetivo y otra opinión que los del marido, se convierte en la criatura pasiva de la que habéis hablado y debe llevar una vida de indolencia; y, al vivir por la fe, no en Dios, sino en su marido, se hunde o sigue a flote según él sea listo o estúpido, desdichado o afortunado y, en medio de lo que ella creía su felicidad y prosperidad, se hunde en la miseria y en la pobreza sin saberlo ni sospecharlo. ¡Cuántas veces no habré visto a una mujer vivir con el esplendor que le permite una cuantiosa fortuna, rodeada de sus carrozas, su séquito, su familia, sus muebles, sus criados y amigos para ser sorprendida de pronto por la catástrofe de una bancarrota! Ver cómo la despojan hasta de sus vestidos, cómo sacrifican su dote, en caso de que la tuviera, a los acreedores en vida de su marido, y cómo la echan a la calle y debe vivir de la caridad de los amigos, si los tenía, o seguir a su marido, el monarca, hasta la Casa de la Moneda, y vivir en la miseria, hasta que él se vea obligado a abandonarla, incluso allí; ¡y luego, con el corazón destrozado de tanto ver pasar hambre a sus hijos, llorar hasta morir! Ése y no otro -afirmé- es el destino de muchas damas que una vez tuvieron una dote de diez mil libras. Él desconocía por qué hablaba de esto con tanto sentimiento, las penalidades que yo había pasado y lo cerca que estuve de acabar como le había dicho, es decir, llorando hasta la muerte, así como que había pasado hambre cerca de dos años.

Defoe, Daniel; Roxana (1724), Alba Clásica, 2010. Traducción Miguel Temprano García.